01 marzo 2009

El anticlímax

Supuestamente, después de haber alcanzado una meta que llevas persiguiendo durante muchos años y que te ha proporcionado numerosos pesares, se debería entrar en un momento de paz y sosiego proporcional al esfuerzo y sacrificio que has debido emplear para su consecución.

En mi caso, teniendo en cuenta los precedentes del asunto, no sólo contaba con el momento paz y sosiego (traducible en un fin de semana de batir antiguas marcas de horas de sueño), sino que evolucionaría en una criatura mucho más alta, más guapa, más lista, mis cuentas bancarias incrementarían sus rendimientos, mi currículum vitae pasaría a ser codiciado por las empresas de head hunting y adoptaría un aura zen totalmente irresistible para cualquier criatura viviente.

Desgraciadamente, la realidad rara vez coincide con las expectativas creadas.

El primer día de mi nueva vida, no sólo no alcancé una cuota razonable de sueño reparador, sino que desperté resultado de una avalancha de ideas ante la cuál, habría dado lo que fuera por poder desconectar mi cerebro para disfrutar de unos momentos de silencio. Fue como si alguien hubiera soltado un resorte, como si una presa se hubiera roto de repente y se hubiera liberado una energía incontenible que amenazaba con arrasar las pocas conexiones neuronales que todavía me quedan funcionando.

Una vez sobrellevado de alguna forma ese primer día, y después de otra noche sin ser agraciada con una razonable dosis de sueño reparador, amanecí en compañía de alguien a quien hacía tiempo que no veía y que confiaba no tener que volver a ver: la bestia. Esa bestia interior que dormitaba bajo infinidad de sellos protectores, seriamente debilitados por lo visto. Esa bestia que resurgía indómita, incontrolable, con una energía que amenazaba con llevarse por delante todo lo que encontrara a su paso. Esa bestia que me susurraba seductora y zalamera sufrimientos pasados, sacrificios realizados, sumisiones y servilismos, y repetía hasta la saciedad un mantra socarrón: "¿y todo esto para qué?", "¿y de que te ha servido?", "pues no veo que te haya reportado mucho la verdad...", "al final ni siquiera conseguiste tu objetivo", "dime, ¿ha merecido la pena?". Y su risa, esa risa burlona...

Total, que aqui me hayo, sin paz ni sosiego, sin sensación de realización. Lo único que puedo sentir es enfado, enfado por todo y con todos, enfado que tengo que controlar porque no quiero que se desborde y luego tenga que cargar con consecuencias que no me apetecen. Y esperanza. Esperanza en que ese enfado se pase, en que sea capaz de canalizarlo y reutilizar esa energía en cosas más provechosas. Esperanza en que me demuestre a mi misma que ahora si que soy más zen que antes y soy capaz de llevar estas situaciones mucho mejor...

Lo único que he sacado en claro de todo esto, es que no merece la pena esperar con ansia un objetivo, una meta, ni doblegarlo todo a su consecución. Lo único que queda luego es lo que has ido obteniendo por el camino, lo que has ido ganando, el resultado final nunca compensa.

Creo que ahora entiendo mucho más el provervio japonés:

"Lo importante no es llegar al destino, sino andar el camino"

3 comentarios:

Espiguita dijo...

Lo siento... :( las cosas rara vez funcionan así..

Mairi dijo...

Mi pequeña yo creo que es normal como te sientes, como el atleta cuando llega cansado a la meta. Date tiempo.
En todo caso, me parece una buena filosofía la del provervio. Para mí, añadiré una palabra:[...]sino andar bien el camino.

Unknown dijo...

Hola, enhorabuena por todo. Me alegré mucho al saber que ya presentabas. Y sin duda el que lo hayas hecho es motivo de alegría. ¿Zen? Prueba con orgullosa y satisfecha. Si logras sentirte así, seguro que hay más posibilidades de que suceda eso que esperas.
En cuanto a la bestia, sinceramente... mándala al cuerno.